sábado, 11 de abril de 2009

DEL LIBRO "DIOS NACIÓ MUJER", DE PEPE RODRÍGUEZ

Er Desván
La fascinante aventura de investigar las huellas de la creación del concepto de Dios

Hace unos 30.000 años Dios aún no existía, pero la especie humana llevaba ya más de dos
millones de años enfrentándose sola a su destino en un planeta inhóspito; sobreviviendo y
muriendo en medio de la total indiferencia del universo. Unos 90.000 años atrás, una parte
de la humanidad de entonces comenzó a albergar esperanzas acerca de una hipotética
supervivencia después de la muerte, pero la idea de la posible existencia de algún dios
parece que fue aún algo desconocido hasta hace aproximadamente treinta milenios y, en
cualquier caso, su imagen, funciones y características fueron las de una mujer
todopoderosa. La concepción de un dios masculino creador/controlador —tal como es
imaginado aún por la humanidad actual— no comenzó a formalizarse hasta el III milenio
a. de C. y no pudo implantarse definitivamente hasta el milenio siguiente.
Santo Tomás de Aquino, en su Summa contra Gentiles, afirmó que «Dios está muy por
encima de todo lo que el hombre pueda pensar de Dios». La frase, a pesar de su aparente
profundidad, transmite un vacío desolador. ¿Por qué no decir, por ejemplo, que la razón
está muy por encima de todo lo que el hombre —en especial si es teólogo— pueda pensar
de la razón? El universo entero también está muy por encima de nuestras cabezas y de los
conocimientos que tenemos el común de la gente, pero sin embargo la ciencia, a base de
pensar que no hay nada tan lejano que no pueda ser investigado, ha acumulado datos y
certezas que sobrepasan años-luz cuanta sabiduría fue capaz de atesorar el gran santo
Tomás. Quizá Dios, efectivamente, esté demasiado alto para nuestros limitados
razonamientos, pero antes de dar la tarea por imposible deberemos reflexionar, al menos,
sobre si puede haber o no alguien ahí arriba (o donde sea que pueda residir un ser divino).
La madeja no será fácil de devanar, pero en el intento residirá la recompensa.
A pesar de que «Dios» es un concepto de reciente aparición dentro del proceso evolutivo
de nuestra cultura, su fuerza innegable ha incidido sobre el ser humano de tal manera que
éste ya nunca ha podido sustraerse al poderoso influjo que irradia la idea de su existencia,
de la de cualquier dios, eso es de algún ser supremo dotado de capacidad para regir todos
los elementos del universo material e inmaterial y, aspecto fundamental, animado de una
personalidad tal que permite que su voluntad inapelable pueda ser alterada en favor de
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los intereses humanos, mediante la negociación y el pacto, cuando la ocasión resulta
propicia.
El concepto de «Dios» resulta tan fundamental para nuestra existencia reciente sobre este
planeta, que la mera presunción de su realidad —gobernada a través de las instituciones
religiosas— ha focalizado y dirigido la formación de las culturas, ha cambiado
radicalmente las pautas individuales y colectivas de las relaciones humanas y ha llevado a
alterar profundamente el equilibrio ecológico en cada uno de los habitáis conquistados por
el Homo religiosus. Basta con la sola evocación de Dios para que en cualquier grupo
humano se encastillen posturas, se desborde la emocionalidad y, en definitiva, se
produzca una clara división en dos bandos o visiones de la vida irreconciliables: la
postura creyente y la no creyente. En el nombre de Dios, de cualquier dios, se han hecho,
hacen y harán las más gloriosas heroicidades, pero también las fechorías y masacres más
atroces y execrables.
El mundo que conocemos ha sido modelado por Dios, sin duda alguna, pero la cuestión
fundamental radica en saber si la obra es atribuible a un dios que existe y actúa mediante
actos de su voluntad consciente, o a un dios conceptual que sólo adquiere realidad en el
hecho cultural de ser el destinatario mudo de las necesidades y deseos humanos.
Del primer tipo de dios se ocupan las religiones y, según ellas, no admite discusión ni
precisa de pruebas. Existe porque existe, y todo, absolutamente todo, prueba su existencia,
incluso el mismo hecho de poder dudar de ella. Dios es el origen y el fin de todo cuanto se
pueda conocer o imaginar; por tanto, nada hay ni puede haber fuera de él. Las religiones
parten de una posición viciada en origen al invertir la carga de la prueba, es decir, que no
demuestran fehacientemente aquello que afirman —la existencia de Dios— y, de modo
implícito —cuando no bien explícito—, descargan la responsabilidad probatoria en
quienes defienden la inexistencia de cualquier divinidad. En este caso, la propia sustancia
de lo que se discute lleva necesariamente al absurdo desde el punto de vista lógico y
racional: unos creen porque sí («tienen fe») y otros niegan también porque sí («son ateos»).
Del segundo upo de dios, en cambio, se ocupan la historia, arqueología, psicología,
antropología y demás disciplinas científicas que intentan abarcar y comprender la variada
gama de comportamientos humanos que conforman eso que hemos dado en llamar
cultura o civilización. De este tipo de dios conceptual sí que existen innumerables pruebas
materiales que permiten abordar su análisis y discusión. Los formidables indicios
acumulados sobre este tipo de dios le identifican con el primero —el dios creador /
controlador de destinos cuya existencia se presume real—, pero, a diferencia de éste, su
rastro puede seguirse hasta los mismísimos albores de su nacimiento entre los hombres.
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¿Puede un dios eterno, principio y fin de todo, creador del ser humano, haber querido
permanecer oculto a los ojos de los hombres hasta hace apenas unos pocos miles de años?
¿Puede ese dios haber querido privar conscientemente a sus criaturas, durante cientos de
miles de años, de las normas que hoy se proclaman fundamentales y de los ritos
indispensables para la «salvación eterna»? ¿Cómo y cuándo se manifestó Dios por primera
vez? ¿Por qué se dio a conocer a través de tantas y tan diferentes personalidades y
creencias...?
Quizá Dios se haya limitado a comportarse como un deus otiosus (dios ocioso), tal como lo
describen las más importantes religiones autóctonas de África, que creen que el Ser
Supremo vive apartado de todos los asuntos humanos. Los akans, por ejemplo, creen que
Nyame, el dios creador, huyó del mundo debido al terrible ruido que hacen las mujeres
cuando baten ñames para hacer puré. Si de justificar su pertinaz ausencia se trata, es muy
probable que Dios pudiese encontrar en nuestro mundo actual miles de razones aún más
poderosas y graves que las esgrimidas por los akans. Eso podría explicar que tengamos un
planeta hecho unos zorros y Dios permanezca insensible a los ruegos humanos: no es que
Dios no exista, es que no está; se limitó a crearnos y nos abandonó a nuestra suerte. Quién
sabe.
El concepto de deus otiosus no deja de ser profundamente inteligente, ingenioso y realista.
Las religiones, como institución formal, llevan unos pocos milenios publicando la
naturaleza de Dios y hablando en su nombre, pero las formas y atribuciones de Dios son
tan numerosas y diversas y los mandatos divinos que emanan de ellas son tan variados y
contradictorios, que resulta francamente difícil hacerse una idea de Dios. ¿Es como el
viejecito barbudo y presuntamente bondadoso que muestra la Iglesia católica en su
iconografía más clásica? ¿Es como el heroico Shiva de la tradición hindú, presentado
siempre en poses hieráticas? ¿Es como El, el dios creador cananeo representado como un
funcionario político de máximo rango? ¿Es como Osiris, el dios egipcio con cabeza de
halcón? ¿Es como la Venus de Willendorf, la diosa más famosa del Paleolítico, de formas
carnales desmesuradas? ¿Es como el ser no representable de la tradición judía, musulmana
y de tantas otras? ¿Es como Caos, el fundamento de la más antigua cosmogonía y teogonía
helénica? ¿Es como el Big bang de la ciencia moderna? ¿Es como quién o como qué? Y, si
cada doctrina divina cambia radicalmente en función de las épocas y de las culturas, ¿cómo
saber cuál es el verdadero mensaje divino?, ¿cómo saber la razón por la que Dios muda su
doctrina tan a menudo?, ¿quién garantiza la palabra de quienes garantizan la palabra de
Dios?
La dicotomía entre el concepto de «Dios» y las estructuras religiosas, mal que les pese a
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éstas, es evidente y resulta fundamental para no confundir una posible causa de
naturaleza no específica —nada impide que denominemos «Dios» a cuanto pudo haber
(¿?) en el instante previo a la organización de la materia atómica que dio lugar al
nacimiento del universo— con una estructura basada en la explotación de tal probabilidad
al transformarla en un dogma o creencia acrítica (praxis de las religiones); saber separar lo
supuestamente causal (Dios) de lo claramente instrumental (religión) evitará también ¡
«tomar el nombre de Dios en vano», un vicio troncal de cualquier sistema religioso. Por
este motivo no escasean los científicos —en particular físicos, astrofísicos y cosmólogos—
que, al ocuparse del origen del cosmos, aceptan dejar una puerta abierta a la posibilidad
de alguna «razón organizadora», pero se la cierran a cualquier planteamiento teológico.
Es bien conocida la sentencia de que «un poco de ciencia nos aleja de Dios, pero mucha
nos devuelve a él», pronunciada por Louis Pasteur, uno de los científicos más notables del
siglo pasado, pero la simplicidad —que no simpleza—, plasticidad, belleza y capacidad
enunciadora de esta frase no debe llevamos necesariamente a conclusiones religiosas.
Quizá, tal como afirma el cosmólogo británico Stephen Hawking —principal avalador,
junto a Roger Penrose, de la teoría del Big bang—, «si descubrimos una teoría completa
(que abarque la interrelación de todas las fuerzas de la Naturaleza, eso es el sueño
científico de la TGU o Teoría de la Gran Unificación), debería ser algún día comprensible
en sus grandes líneas por todo el mundo, y no sólo por un puñado de científicos.
Entonces, todos, filósofos, científicos e incluso la gente de la calle, seríamos capaces de
tomar parte en la discusión acerca de por qué existe el universo y nosotros mismos. Si
encontramos la respuesta, será el último triunfo de la razón humana, porque en ese
momento conoceremos el pensamiento de Dios».

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